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Europa, incapaz de atajar la crisis

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El deficiente diseño del sistema monetario, las dudas sobre Grecia, la lentitud decisoria de la UE y la controversia entre los socios agravan la tensión contra el euro y la deuda soberana periférica
 

Esto es la crisis de Europa. A punto de cumplirse el segundo aniversario del descubrimiento del engaño griego y de la falsificación de sus cuentas públicas, la Unión Europa (UE) ha sido incapaz de parar el deterioro de la eurozona. El vendaval (viento fuerte que sopla del sur, con tendencia al oeste) arrancó en Atenas y su efecto destructor ha recorrido toda la periferia y se adentra ahora hacia las economías centrales del área monetaria. La escalada de las primas de riesgo y las fortísimas tensiones sobre los bonos soberanos están dejando en evidencia la incapacidad europea para solventar las gravísimas carencias con que fue diseñada la arquitectura institucional del euro.

La intensificación de la crisis soberana europea en las tres últimas semanas es la suma de muchas causas. La primera y preexistente es la asimetría entre unos mercados financieros globalizados y un área monetaria heterogénea, fragmentada y polifónica, en la que priman más los intereses nacionales que los unitarios.

La cumbre europea del 26 al 27 de octubre y el debate posterior volvieron a poner de manifiesto, si cabe con mayor crudeza, las tres grandes debilidades del euro: la fortísima divergencia de intereses y concepciones que coexisten en el área monetaria; el lentísimo, complejo y agotador proceso decisorio en el seno de la Unión y las gravísimas carencias de una moneda que no está respaldada por un gobierno único, una sola dirección económica, un Tesoro común con una deuda pública europea y una política fiscal compartida.

Todo ello aboca al bloqueo y a la parálisis. Porque además nadie sabe quién manda. "Cuando tengo que hablar con Europa nunca sé a qué número de teléfono tengo que llamar", dijo meses atrás el presidente de EEUU, Barack Obama.

Mientras los inversores toman decisiones sobre Europa y reaccionan con una capacidad de respuesta inmediata a cualquier nuevo dato ("el último bono europeo se vendió en diez segundos", escribió hace unos días en su blog el analista financiero Víctor Alvargonzález), Europa lleva dos años sin decidir ni resolver.

El Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), que supuestamente debería actuar como un fondo de rescate capaz de frenar el desastre y de servir de cortafuegos al contagio de un desplome heleno, nació en mayo de 2010 pero sigue sin recursos suficientes. Ahora Europa se ha dado un nuevo plazo adicional hasta diciembre para dotarlo de un billón de euros, pero sin poner físicamente el dinero y sin que se sepa si será la última dilación para un fondo de rescate cuya dotación, de materializarse, apenas cubriría algo menos de un tercio de la deuda pública de los llamados despectivamente como países PIIGS: los católicos Portugal, Italia, Irlanda y España y la ortodoxa Grecia. Ahora las tensiones cercan ya a los otros dos grandes países europeos de mayoría y cultura católicas: Bélgica y Francia, acosados por los mercados financieros, cuyo centro decisorio reside en el mundo anglosajón.

La parsimonia europea ha ido demorando la entrada en vigor de otras medidas, incluso ya pactadas. Es el caso del canje voluntario de bonos griegos por la banca acreedora europea para aliviar la situación de las arcas públicas helenas. Y el veto a las prácticas especuladoras bajistas mediante las llamadas posiciones en descubierto -la prohibición sólo está en vigor para proteger a los valores bancarios-, entre otras decisiones ya aprobadas. Pero también se han ido posponiendo, esta vez por falta de acuerdo, iniciativas tales como la creación de una tasa que grave las transacciones financieras.

Pero las gravísimas tensiones de las tres últimas semanas, que han llevado la prima de riesgo de dos de las mayores economías europeas (Italia y España) a niveles récord desde su entrada en el euro tienen otros desencadenantes más específicos. Uno es la especulación caliente y trepidante de los raudos oportunistas que hacen apuestas a la baja para obtener ingentes plusvalías inmediatas. Y otro, el pánico y el hartazgo de los inversores, prestamistas y ahorradores internacionales que buscan rentabilidad pero sobre todo seguridad, prudencia y solvencia. Ambas corrientes se retroalimentan entre sí. Pero fue Europa quien puso la mecha, la chispa y la yesca.

La última oleada de desestabilización de la deuda soberana meridional se desencadenó inmediatamente después de que Grecia cometiese la frivolidad de desdecirse de sus compromisos y anunciase por sorpresa que los pactos alcanzados con la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) quedaba sujetos al resultado de un referéndum a realizar en enero. Aunque Atenas se desdijo luego por las fortísimas presiones de sus socios, la zozobra y el pavor ante la eventualidad de que las cuentas griegas no soportaran la espera o que el país acabara suspendiendo pagos si los votantes rechazaban el rescate. A ello se sumó los precipitados cambios de gobierno en Grecia e Italia, sin pasar por las urnas. Aunque fueron un intento de aplacar la fortísima tormenta financiera, lo que generó en primera instancia fue una profunda sensación de inestabilidad política en el flanco mediterráneo.

El eje franco-alemán mientras tanto siguió cometiendo error tras error al porfiar en público sus diferencias. La difusión de rumores sobre una ruptura del euro, sobre la creación de una Europa de dos velocidades, sobre la posible expulsión o salida de Grecia y otras economías muy vulnerables de la unión monetaria y sobre la posibilidad de desdoblar la moneda común en dos divisas diferentes, más los desencuentros públicos sobre la emisión o no de eurobonos y la disputa con luz y taquígrafos sobre el papel que ha de asumir el BCE en esta crisis, no hicieron más que abundar en el desconcierto de los mercados, la inquietud de los inversores y el miedo de los ahorradores que habían invertido en deuda pública y que ahora constataban la incapacidad resolutiva europea, las tangibles diferencias de estrategia y criterio entre los socios, la incertidumbre e indefinición sobre el futuro de la moneda única y del propio proyecto europeo, la inacción de los gobiernos nacionales y de la UE para solventar las graves carencias de la incompleta arquitectura institucional del sistema monetario europeo y el creciente riesgo del desplome griego y de que una eventual suspensión de pagos de Atenas arrastrase a otras economías por la onda expansiva de las primas de riesgo, el contagio del desasosiego y el efecto letal de una crisis bancaria a resultas del impago de los bonos soberanos que las entidades tuviesen en sus balances.

A este contexto de extrema desconfianza se sumó la decisión europea de exigir a la banca, y en particular a la calificada de sistémica, que depreciase los bonos de deuda pública que tuviese en su poder y que en su saneamiento incluyese una recapitalización adiciona para cubrir esa minusvalía. La decisión buscaba acrecentar la credibilidad de la banca ante los mercados pero lo que hizo fue desacreditar aún más a la deuda soberana de la periferia.

Todo esto ocurrió en las tres últimas semanas. Y la reacción fue inmediata. El dinero es sobre todo miedoso. Y además actúa con inmediatez a los estímulos.

La venta masiva de títulos de la periferia europea en estas tres semanas fue lo que disparó los diferenciales de riesgo. A ello se sumó la labor de los especuladores, que, utilizando la venta de seguros como los CDS o la enajenación directa de bonos, hundían los precios para acrecentar la rentabilidad, asegurándose así la recompra a menor precio y con mayor tasa de interés. Las ventas especulativas en los días previos a las nuevas emisiones explican en parte que España pagara el 7% en la última colocación. Los bajistas acrecientan el pánico, y la venta de los ahorradores aumentan la espirar de las ganancias de los especuladores. Ambas corrientes se retroalimentan de forma recíproca.

Hubo, pues, una estampida de dinero del sur hacia el norte y de los bonos periféricos a refugios considerados seguros y muy líquidos como el bono alemán. La desconfianza hacia Europa es tal que los inversores han estado comprando bonos alemanes perdiendo dinero: el bund ofrece una rentabilidad a diez años del 1,77%, con lo que no cubre la depreciación del dinero por la inflación esperada (2%).

fuente la opinion a coruña

 

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20/11/2011 ir arriba

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